Seguimos leyendo "El negro de París" de Osvaldo Soriano.
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En poco tiempo de juegos y miradas que
valían más que palabras, me di cuenta de que el Negro tenía un carácter calmo,
distante, rudo cuando se lo molestaba, aunque nunca llegó a ser grosero. Cuando
venían visitas, por ejemplo, echaba una mirada a la gente y si advertía que
iban a hablar de cosas aburridas me miraba y con los ojos me decía: “Vámonos a
otra pieza, que estos son unos plomos”. Y nos íbamos a jugar o a charlar a otro
lado. Yo no hablaba con él como hacían los otros chicos, o como mi
papá y mi mamá. Nos bastaban gestos, guiños, miradas, movimientos de la cabeza.
A veces agregábamos una palabra o un maullido para subrayar, pero en general no
hacía falta. Los gatos tienen un lenguaje que no comprenden quienes no aceptan
el misterio. A medida que pasaron los años fuimos aprendiéndonos mejor. El
Negro salía por las noches y a veces volvía débil y mal entrazado. Traía los
bigotes desaliñados y algunos rasguños que le quedaban de una pelea, tenía
amores temporarios y tormentosos que a veces lo ponían de mal humor, pero
cuando pasaba el tiempo de celo volvía a ser amable y cariñoso y se quedaba a
dormir en mi cama, apretado a mí, como antes solía hacerlo Pulqui. Estaba
impaciente por conocerla, y hasta un poco celoso de saber que no era el único
gato que contaba en mi vida. Entretanto yo había aprendido a hablar
y escribir en francés y tenía buenas notas en la escuela. Lentamente, sin darme
cuenta casi, Buenos Aires empezó a ser para mí una curiosidad que mis padres
nombraban con pasión y a veces con miedo. Mis amigos del colegio no sabían nada
de la ciudad en la que yo había nacido. Desconocían el mate, las pastillas de
menta, los clásicos entre Boca y River, la factura, la planta de ruda, el dulce
de leche, el guardapolvo blanco de la escuela, la campaña de San Martín y las
tortas fritas.
También yo empezaba a olvidarme de aquel
mundo lejano. Pulqui era un recuerdo lejano plasmado en una foto y empezaba a
darme cuenta de que quizá podía vivir sin ella y ella sin mí. Por
supuesto que me encantaba la idea de poder volver a verla y jugar con ella. De
presentarle al Negro e imaginar que saldrían juntos a retozar por los patios,
las veredas y los techos. Cuando a fines del 1983 los argentinos
restauraron la democracia, mi papá y mi mamá hablaban todos los días de volver
a Buenos Aires. Decían que había que regresar para hacer un lindo país, una
nación donde yo, que estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad,
con justicia y sin miedo. Para que nunca tuviera que irme como ellos. Por las
noches, mi papá desplegaba un gran mapa de la Argentina sobre la mesa y me
contaba cosas que yo no había aprendido en el colegio francés. Recorría con su
gran dedo índice ese triángulo que se terminaba en la Antártida y me contaba de
las provincias cálidas de la Mesopotamia, de Cuyo y de la Patagonia fría y rica.
Me relataba las batallas de la Independencia, me hablaba de la Primera Junta,
de Moreno, de Belgrano, de San Martín, de Rosas, de Sarmiento, de Irigoyen y de
Perón. Empezó a darme algunos libritos que al principio me aburrían, pero como
él me explicaba con infinita paciencia y a veces hasta me hacía reír, fui
leyéndolos y aprendí desde muy lejos a conocer el país en que había nacido.
No había en la Argentina dragones, ni
elefantes no leones de gran melena; pero había tigres de los llanos, peludos
gorilas, salvajes unitarios, caciques y hombres de a caballo. Poco
a poco, mi papá me fue contando una historia larga de desalientos y de utopías
y me decía que yo debía heredar, sobre todo la esperanza. Mientras
mi papá me hablaba, el Negro nos miraba como si la conversación le interesara.
De vez en cuando le acariciábamos la cabeza o le rascábamos el cogote, bajo la
trompa, y podíamos oírlo ronronear. Poco a poco empecé a soñar con
ese país misterioso y mío que mi papá y mi mamá me hacían revivir todas las
noches. No era tan extraño y ajeno como el de Sandokán, ni tan fantástico como
el de Tarzán, ni había en él islas con tesoros escondidos. Pero era el mío y
ahora podíamos volver y mi curiosidad se había despertado. A veces,
antes de dormir, pensaba en cordilleras nevadas, tierras rojas, llanuras
interminables y guardapolvos blancos. Una de esas noches, el Negro se echó a mi
lado, juntó las patitas delanteras bajo la trompa, tiró los bigotes hacia atrás
y me dijo con un abrir y cerrar de ojos que había una manera de mirar sobre el
mar y ver mi país y así palpitarlo antes de volver definitivamente.
Después de leer la primera parte, te
invitamos a reflexionar sobre la historia que estas leyendo. Podés volver a
leerlo las veces que sean necesarias. Si todavía no podes responder alguna
pregunta, seguiremos leyendo y trabajando con las actividades y luego al final
podrás terminar de completar tus ideas. No te olvides de anotar las preguntas y
responder en tu carpeta de Practicas de Lenguaje.
Actividades:
Responde las siguientes preguntas:
-
¿En qué momento y lugar comienza la historia?
-
¿A qué país llegaron?
-
¿Qué le dolió dejar al nene? ¿Se sentía triste? ¿Por qué?
-
¿A qué cosas debió acostumbrarse el niño al llegar a París?
-
¿Qué cosas dice el narrador que hay en Buenos Aires, pero no hay en París?
- ¿Vieron fotografías de París, del río Sena y la Torre Eiffel? Busquen en Internet información y fotos de estos lugares para conocer donde transcurre la historia que estamos leyendo.
- Busquen en Internet un planisferio. Señalen Francia y París, Argentina y Buenos Aires.
Cruzó algún Océano. ¿Cuál? vean el recorrido que realizó el protagonista. Las
fechas, las situaciones y los lugares. Podés agrandarlo con el zoom.
- Compará el plano del barrio donde el
protagonista vivió en París con el plano del barrio de Devoto, donde vivía en
Buenos Aires, y con el del barrio de la escuela: en París las callecitas son
irregulares y cortadas. Anota una pequeña descripción de ¿cómo son las del
barrio de tu escuela?
Leé la siguiente información para conocer más sobre la Ciudad de Buenos Aires:
En general Buenos Aires tiene manzanas rectas porque es una ciudad edificada sobre un terreno muy llano y porque es una ciudad joven (¡tiene menos de quinientos años!) si la comparamos con París que tiene más de dos mil. Puede ocurrir, sin embargo, que cerca de la escuela pase el ferrocarril y, entonces, también verán calles cortadas o manzanas irregulares: ¿será más difícil "dar una vuelta" en triciclo o en bicicleta en París que en Buenos Aires o será que el niño se sentía extraño en su nueva casa y por eso tenía miedo de perderse?
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